Flores porteñas del Once: una crónica sobre la panadería más antigua de Capital

Data de 1885, sobre un lote que perteneció a la hermana de Sarmiento. Con clientela fiel, su especialidad está en el pan dulce todo el año. Marechal, Tuñón y Cortázar fueron habitúes. "Cuando llegamos sacamos el techo que había y aparecieron vitreaux originales”, dicen los actuales dueños. Por Juan Castro

Data de 1885, sobre un lote que perteneció a la hermana de Sarmiento. Con clientela fiel, su especialidad está en el pan dulce todo el año. Marechal, Tuñón y Cortázar fueron habitúes. “Cuando llegamos sacamos el techo que había y aparecieron vitreaux originales”, dicen los actuales dueños.

Cuando abrió sus puertas en 1885, la panadería Flores Porteñas atendía a una barriada obrera de casas bajas, a una zona de estilosos edificios en auge. Con los años, y lo ratifica en el presente, se ganó a prepotencia de trabajo y delicias una clientela fiel. “Suprema calidad”, dice en letras doradas una de las ornamentaciones art noveau que convierten a este rincón gastronómico de Balvanera también en un testimonio de la vida y la historia en la Ciudad.

El terreno donde hoy está emplazado este inmueble de una planta en avenida Rivadavia 3129 perteneció en sus orígenes a Josefina Sarmiento, hermana del presidente y educador. Ya entrado el siglo pasado, Flores Porteñas tuvo varios dueños. En una época tenía mesas para tomar café. Cuentan vecinos memoriosos, y descendientes de los mismos, que antaño eran habitúes Leopoldo Marechal, Raúl González Tuñón, Julio Cortázar, Carlos De la Pua, que a su tiempo vivieron y estudiaron en la zona.

Las cosas han cambiado en estos más de 100 años. En esta cuadra, a metros de Plaza Once, se condensa la multiculturalidad del barrio y la Ciudad de Buenos Aires. Una al lado de otra, se cuenta una barbería donde dominicanos y senegaleses charlan del día a día hasta bien tarde, una parrilla atendida por santiagueños que de tanto en tanto sorprenden con un payador de ocasión, dos casas chorizo de la vieja escuela y ahí, en el 3129, está Flores Porteñas.

El frente vidriado da un primer paneo a las facturas, los pan dulces (que se venden y producen todo el año), ensaimadas y esfoliatelas, especialidades de la casa. Refulge el colorido dulzón. Al ingresar, las luces blancas del techo dan de lleno en los muros amarillos llenos de vitreaux y ornamentaciones en madera con curvas estilosas. Da la sensación de estar en un museo, pero en realidad es un lugar de todos los días.

La pared central está coronada, entre otros tantos vitrales, por un reloj antiguo que por su restauración parece haber salido ayer de fábrica. Alrededor, en forma circular, está fijada la leyenda “Servicio de lunch. Pida presupuesto. Tel. 87 – 2712”.  En las dos paredes laterales también hay vitreaux y en lugar de reloj, ambas tienen una ornamentación circular con la pintura de tres mujeres peinadas al estilo de los locos años veinte. Alrededor en dorado reza la leyenda: “Flores Porteñas. Confitería y Panificación. Suprema Calidad”. Como un legado, esas letras brillantes marcan el día a día en esta panadería de Balvanera donde una docena de personas trabaja desde antes del amanecer.

Quien sabe de este oficio es el actual dueño de Flores Porteñas, Leonardo Messina, quien lo heredó de sus padres. Su familia primero tuvo panaderías en el conurbano, luego vivieron dos años en Estados Unidos y al regreso (“porque mi madre no se adaptaba a la vida allá”, dice él) abrieron locales en Villa Pueyrredón, Palermo y Almagro. Dos décadas atrás, el entonces dueño de Flores Porteñas lo contactó y le ofreció el local de la avenida Rivadavia.

Desde entonces, Messina por la mañana está en la parte trasera de la panadería, con el horno de ladrillos. Por las tarde se sienta frente a la caja. Allí, entre charlas con clientes, cuenta que la llegada de su familia a la panadería de Once implicó mucho más que poner en marcha un negocio. Cuenta que no estaba al tanto del legado histórico de este inmueble. Tomó conciencia al reparar los pisos, para dejarlos como antaño. “Después restauramos los vitreaux. Estaban tapados por un techo que estaba en mal estado. Lo removimos y vimos que estaba todo esto, hecho por ebanistas. No se consigue más. Quedan pocas personas que entienden. Vino acá un hombre grande, de antes. Me empezó a contar historias de los vitreaux. Contaba que cuando demolieron la avenida 9 de Julio vinieron los estadounidenses a llevarse cuanto vitreaux hubiera”, evoca.

La clientela que entra y sale es diversa. Gente al paso, habitúes, comerciantes, personas que preguntan por colectivos o direcciones que no existen. Entre manos uno ve que hay bolsas repletas de pan para acompañar la cena o simplemente una modesta bolsa con algunas facturas para comer en el regreso a casa.

Messina cuenta que gusta de la charla diaria con los clientes y que gracias a ellos recuperó parte de la historia del lugar. “Antes de ayer vino una señora y se me puso a llorar. Dijo que esto le traía muchos recuerdos de cuando la familia la traía de nena. Gente mayor que cuenta cuando los traían de la mano. Hoy los ves que son hombres grandes. Eso cosas que te van quedando. Una señora me dijo que se casó acá. Me trajo un folleto de 1943 con el lunch que le había hecho esta panadería para su boda”, repasa.

“Una vez cerramos porque teníamos que hacer arreglos y la gente nos tocaba el portón. Quédense tranquilos seguimos abiertos, les decíamos. La gente en un negocio quiere sacar charla, busca ese chichoneo. No quiere que la hagas sentir un número, como en el banco. Hola, doña Pepa; hola doña Juana estoy todo el día. La gente se te pone a contar historias, es que se siente cómoda, es que va a volver”, concluye Leonardo.

Fuente: Agenda Porteña

 

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