Cigarros Manrique: sabor, tradición y barrio
En Balvanera funciona la histórica casa de habanos artesanales, premiados en fiestas locales e internacionales. Los han probado Fidel Castro, Tato Bores, la Coca Sarli y fanáticos del tabaco en todo el mundo.
Las manos morenas de Eli se mueven rápido, laboriosas. Tienen el saber de la tierra, esa que cultivó cuando niña en campos tabacaleros de su República Dominicana natal hace ya veinte años, mismo suelo que ha dado la planta y luego la hoja que ahora ella labra con esmero hasta transformarla en los habanos que apila en la sala principal, teñida en gamas marrones y luces tenues.
Dentro de Cigarros Manrique, la histórica tienda ubicada a pasos de Plaza Miserere, entre aromas a hebras y café, con un filo ella corta la capa exterior y en segundos riega tabaco, dobla y da ruedo. La magia se repite hasta trescientas veces al día. En el medio ocurren risas, charlas con vecinos y visitas de amigos: la vida misma en esta tienda fundada en 1928 que hoy encabeza Roberto Rodriguez Pardal, tercera generación de tabacaleros.
“Me dicen maestro, eminencia, ya me quieren enterrar”, bromea Roberto mientras pita de su cigarro liviano antes de dar el mediodía. Desdramatiza las distinciones locales e internacionales, charlas y apretones de mano con otras eminencias en puntos recónditos del globo. Como un museo en pleno puesto de trabajo, cada hazaña está viva en cuadros, fotos, placas y, sobre todo, en un pasaporte repleto de sellos y anécdotas que Roberto desgrana mientras la bruma perfumada peregrina los techos del lugar.
Una dinastía que partió de tierras andaluzas
Desde temprano suena el timbre en el 211 de la calle Catamarca. Bajo el toldito de lona verde está la vidriera de marcos marrones con variedad de habanos, mechada con fotos y una muestra rápida de todo el camino recorrido por esta casa tabacalera para llegar a la excelencia. A la derecha está la puerta donde ingresa la clientela. Casi siempre, mientras su ayudante Daisy “Eli” Minorka da ruedo al tabaco, atiende Roberto, quien arma los paquetes de entrega con paciencia, sobres y bolsitas para que el contenido llegue a destino sin sobresaltos. “Vienen apurados, agarran los habanos al revés, se les cae el tabaco; pero de todo se aprende”, suspira Roberto y vuelve a pitar.
Como si fuera un mantra, esa idea de aprendizaje alcanza tres generaciones de la sangre Rodriguez Pardal, perfumada de tabacos y viajes, durante tres siglos en dos continentes y cuatro países. La historia empieza al otro lado del Atlántico. En la andaluza Jaén, Don Juan Rodriguez (1863-1930) conoció y se casó con Doña Francisca Orellana. Se hizo torcedor de tabaco en la Real Fábrica de Tabacos de Sevilla. Con la liberalización comercial de 1895, muchos torcedores españoles migraron a Cuba. El matrimonio se asentó en La Habana. Don Juan trabajaba para la empresa José Gener cuando José Martí llamó al pueblo cubano a la revolución. Entonces, cambió los tabacos por el fusil y la casaca azul y se alistó en el cuerpo “los rayaditos”.
Pasados los años y el fervor del Caribe, la historia de los Rodriguez Pardal pone de protagonista al sucesor: Lucas Rodríguez (1908-1985), quien en 1928 registra la marca Manrique, en honor al poeta español Jorge Manrique (1440-1479), autor de célebres elegías a su padre. Años más tarde, Lucas y los suyos residieron en distintos puntos de Brasil: San Pablo, Río de Janeiro, Veracruz. Pasado el crack del año 30 retornaron a Buenos Aires. En 1942 nació Roberto. La familia llegó a la esquina de Balvanera tiempo después, en 1958. Hubo épocas con cerca de diez hacedores de habanos en plena obra. Hoy Roberto hace dúo con Eli y están con la producción al día. Tanto a mediados del siglo pasado como hoy acude un variopinto de figuras públicas, vecinos y anónimos en busca de los aromas que la sapiencia andaluza supo trabajar.
Entre citas de Tato, la Coca bailó con Fidel
Esos mismos puros que Roberto y Eli fuman durante el día de trabajo, mechado entre visitas de clientes, estuvieron en bocas de hombres y mujeres que dejaron huella. El más emblemático se hizo de 300 cigarros Manrique tamaño Corona el mediodía del 30 de abril de 1959, casi como un bautizo para la nueva casa de Balvanera. Lucas Rodríguez levantó el teléfono y escuchó el pedido, que era “para Fidel Castro”, quien visitaba el país a poco de instaurar la revolución cubana y derrotar a Batista. El tabacalero creyó que era broma y siguió la corriente. El chiste se deshizo cuando por la calle Catamarca se oyó “un rugir de motos policiales conducidas por personal con guantes blancos de ceremonial, escoltaba a un vehículo negro del que descendieron tres morenos de impecable traje azul”. En un extraño guiño del destino, el Fidel de la revolución disfrutó los habanos hechos por el descendiente de aquel Don Juan rayadito que luchó tras el grito de Martí.
Otra anécdota de impacto fue cuando el Apellido Manrique se oyó en los hogares de todo el país. En pleno apogeo de popularidad, Tato Bores hacía uno de sus disparatados diálogos telefónicos. Al habla con el presidente, como el cigarro se le apagaba seguido, el cómico soltó un improvisado reto: “Che Manrique, hacémelos más livianos”.
“La hilaridad en el estudio fue portentosa. Todo el país se rió. Menos yo”, escribió Roberto para exorcizar aquel momento.
En lo alto de uno de los muros hay una foto de la Coca Sarli, con un Manrique en la mano. Es una toma de la película “La mujer de mi padre” (1967-68). Según Roberto, los adquirió Don Hugo del Carril para la ocasión.
Lo que el tiempo y la distancia deshace, el ritual de fumar un puro une. Une generaciones, como los de Manrique. Une a personas de distinto credo, ideología cada vez que el fuego libera el humo aromado. “El habano es un ritual”, sintetiza Eli. Roberto asiente y suma: “Es mentira que fumar habano sea cosa de ricos, hay de todo tipo; lo importante es el disfrute”.
La complicidad entre ambos entendidos corre el telón de lo excéntrico, pintoresco o lejano y deja entrever la raíz de este asunto: el saber de la tierra devenido en el placentero arte de mirar la vida con un puro entre los labios.